por Manuel Valdivia R.
Hace pocos años, la televisión mostró la imagen de un hombre paupérrimo que vivía solitario en una casucha de latas y cartones en un pedregal de Lima. Flaco, avejentado, tímido, de ropa raída y sucia, fue presentado como el Rey de las Cenizas –apodo que seguramente le inventó el locutor de la emisora. Su nombre real –así dijo llamarse- era Arturo Colán. Este hombre podía haber sido uno más de aquellos que viven rescatando de los basurales aquello que pueden canjear por unos céntimos. Pero no era uno más; era único. La televisión lo mostró porque este personaje tenía un radio a pilas, viejo y destartalado, que él cuidaba como un tesoro y que ponía a funcionar una vez a la semana para escuchar, embelesado, su programa favorito: el momento dedicado a la opera, que conducía Aurelio Loret de Mola. Ese fue el motivo del reportaje: un hombre extremadamente pobre gustaba de la ópera. Una vez por semana, caída ya la noche, acercaba el oído a su radio desvencijado para escuchar las melodías y las voces de la ópera, que seguramente sonaban fuera de lugar en el frío nocturno del pedregal. El hecho era tan insólito que alguien lo contó al periodista y así conocimos a Arturo Colán, el Rey de las Cenizas.